La vía que va de Apartadó a Pueblo Bello (corregimiento de Turbo, en el Urabá antioqueño) tiene un desvío de la “carretera pavimentada” en un punto que se llama El Tres. Entre uno y otro hay tres caseríos, dos retenes de la Policía, uno de ellos con bastantes uniformados que con actitud de especialistas revisan dos camionetas lujosas aparcadas a un lado de la carretera, buscan algo o a alguien. A nosotros nos dejan continuar, vamos con una misión internacional que brinda “protección civil” a uno de los miembros del Comité de impulso de la Conmemoración, que lleva más de tres años de preparación, con un equipo de trabajo constante con familiares y con algunas organizaciones que insisten en el reclamo de Justicia por la desaparición masiva más grande ocurrida en Colombia en los últimos 30 años: 43 campesinos, en la tarde del domingo 14 de enero de 1990, fueron arrastrados a dos camiones, desde las casas, las iglesias y la tiendas, para no regresar más.
Ante un mosaico, que tiene 40 de las 43 fotografías con sus respectivos nombres, empiezan a agruparse los familiares, a nombrarlos y a recordar, señalan y guardan silencio, en pequeños grupos se acercan y luego se alejan en silencio. Es una imagen impactante de amor y dolor, un paralelo que divide las emociones de todos los presentes. Las madres y hermanas, anuncian que el recuerdo de los hechos está envuelto en un profundo dolor.
Tras el mosaico está el muro de la memoria, allí familiares y artistas de Beligerarte, empiezan a dibujar un cielo, una montaña, un arado y un hermoso maizal en el que se abre paso la memoria. El muro lo levantaron los mismos hijos. Uno de ellos, César, miembro del comité de impulso, dejó en esa construcción su corazón, dedicando días y noches para que estuviese listo para el reencuentro de esas doscientas personas que se acercaron de diferentes destinos, aquellos a los que tuvieron que desplazarse después de ocurrida la desaparición de sus familiares; unos desde Montería, otros desde Valledupar, Cúcuta, Medellín o Bogotá, incluso doña Eloina, que lleva varios años exiliada en Suecia, regresó a Pueblo Bello. Con los familiares que aún viven en este bello pueblo, se realizaron dos talleres en los que se recogieron ideas para el mural de la memoria, la flor típica el Bonche, un caballo, un arado y la montaña, elementos comunes para enmarcar los rostros de los 43 ausentes.
Los múltiples recuerdos, unos alegres y otros tristes, melancólicos. En los ojos de las mujeres se ilumina la vida y en un parpadeo se acaba, se va y vuelve, traer el pasado adquiere sentido, en eso que llaman la “memoria colectiva”.
Han empezado a emerger los recuerdos, entre uno y otro los hechos se enlazan. José Daniel Álvarez mira a sus amigos y les pregunta: “¿Qué estaban haciendo sus padres aquella tarde del 14 de enero de 1990?”. Ellos eran jóvenes, casi niños aún. Antes de que le respondan, él mismo empieza a recrear el paisaje, el de su infancia, esa tarde de domingo que tenía que “bajar a Pueblo Bello a hacer diligencias” que su padre, el señor Álvarez, le había encomendado. “Quien iba a bajar a Pueblo Bello era yo – silencio -, pero bajó él. Mi papá quería inscribir a los hijos en el Colegio, hacer algunas visitas y mirar la finca, esa que durante mucho tiempo ha estado en manos del testaferro de un paramilitar”.
La historia
Pueblo Bello era un sitio al que llegaban personas de muchas partes a bañarse al río, a visitar familiares, a comerciar con frutas y ganado. El día sábado era el de mayor movimiento, los domingos eran más tranquilos. Por mucho tiempo la zona fue controlada por una guerrilla hoy extinta, el Ejército Popular de Liberación (EPL), que robó unas cabezas de ganado al famoso criminal Fidel Castaño, quien en una de las demostraciones de barbarie más grande de la guerra originada por los grupos paramilitares de Colombia, ordenó que le trajeran –desaparecieran- 43 campesinos de Pueblo Bello en compensación, dijo él, por lo que hizo el EPL. “Cambiar reses por personas”. La afirmación surgió de un militar, en las versiones recibidas en los juicios.
Caminando hacia la Justicia
Han sido muchos años de lucha y sacrificio, los procesos en contra de los responsables han condenado sólo a una decena de responsables cuando los implicados son casi 60, entre ellos varios militares y policías que aún no reciben condena y gozan de los favores y beneficios de la impunidad.
El caso de los 43 campesinos fue fallado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en 2008, a través de una sentencia en la que recomendó siete medidas para obtener la reparación de las víctimas, entre ellas, un monumento del cual sólo hay un aviso a la entrada del pueblo anunciando su construcción en un terreno propiedad del municipio que está en problemas heredados del anterior alcalde y ahora está siendo invadido por varias familias, lo cual pone en mayores dificultades la realización del monumento, sumadas a la falta de compromiso del Gobierno colombiano en cumplir con la orden de la Corte. Las otras medidas, como acceso a la salud y vivienda digna, tan requeridas por los afectados, tampoco han sido asumidas por el Estado colombiano, y el evento de reconocimiento asumiendo la responsabilidad del Gobierno por los hechos ocurridos no se vislumbra en el panorama.
Otra de las medidas es la búsqueda de los desaparecidos. De los 43, sólo seis cuerpos fueron parcialmente identificados y hoy están en bóvedas sin nombre en el cementerio de Pueblo Bello. Los tienen sin marcar para evitar que se los lleven de nuevo. De los otros 37 no hay rastro, unos dicen que se los llevó el río Sinú, otros que fueron inhumados en la Finca las Tangas de propiedad de Fidel Castaño. El asunto es que no hay una respuesta efectiva para los familiares que añoran enterrar dignamente a las víctimas y tener el anhelo del duelo, de despedir a sus muertos, cosa que no han podido hacer en 22 años.
Nombrar para recordar
El acto de conmemoración empezó después de que llegaron todos los familiares a la iglesia católica del pueblo. En un acto ecuménico fueron nombrados, uno a uno, los 43 campesinos, con sus descripciones como personas, con sus afectos y sus virtudes. Después, el Comité entregó reconocimientos a personas y organizaciones, que como dice José Daniel Álvarez, les han ayudado a que la carga sea más llevadera durante este largo camino hacia la justicia. Posteriormente, intervinieron los representantes de la Oficina de la Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, llevando su mensaje de solidaridad y anunciando la importancia de la participación de las víctimas en este tipo de conmemoraciones. La delegada de Amnistía Internacional, por su parte, insistió en que el Gobierno de Colombia debe dar una respuesta eficaz a los familiares de estas 43 víctimas de desaparición forzada y tortura. Así lo hicieron también los miembros de distintas organizaciones de derechos humanos que han acompañado el proceso vivido por estas familias, que se han convertido en ejemplo de dignidad no sólo para las más de 50 mil familias afectadas por este fenómeno de la desaparición forzada en Colombia, sino para la sociedad en general.
Ha sido largo el tránsito recorrido por estas familias desde aquel 14 de enero. Después de verse sometidos al horror y la tortura sicológica por la “ausencia forzada”, se vieron también obligados a empezar una nueva vida en otros lugares, a reconstruir sobre la ausencia y el dolor, a sembrar la esperanza y la solidaridad, todo ello evidente en el camino que recorrieron entre la iglesia y el mural de la memoria, con flores y velas… Con un canto y con la pancarta cruzaron el pueblo, pasaron por la estación de Policía, la misma que le abrió paso a los dos camiones en los que llevaban los paramilitares a sus víctimas, cruzaron el puente elevado sobre un pequeño río en el que se protegieron algunos sobrevivientes -como el carnicero del pueblo, quien salió huyendo aquella noche a esconderse mientras era testigo de cómo los paramilitares se llevaban a un hermano suyo-. Según cuentan los paramilitares, lo venían buscando a él, con lista en mano, por eso fueron hasta su casa, donde sacaron lo que encontraron. El carnicero dice: “Claro que fueron los paracos, pero había más Ejército que paracos esa noche”. Al final del acto, se ofrendaron cuatro elementos, agua, luz, tierra y flores, para homenajear la vida de quienes ya no están.
Al terminar la ceremonia, un representante de cada familia fue el encargado de darle el último retoque a los retratos, las plantillas de los esténcil recibían el color negro que salía de las latas de spray agitándose, sus nombres brillaron en las piedras que fueron puestas en la base del muro. José Daniel dio lectura de la declaración final por parte de los familiares, en la que nuevamente se exige al gobierno de Colombia que cumpla con las medidas decretadas en la sentencia de la Corte Interamericana.
Los buses parten con los visitantes, el pueblo vuelve a quedar casi solo, los artistas de Beligerarte dan los retoques finales al mural de la memoria, los transeúntes pasan y miran los rostros, alguna gente vuelve a acercarse durante la noche, y regresa el silencio.
En la mañana siguiente, domingo 15 de enero, los testimonios de lo que han sido estos 22 años abundan, muchas cosas han cambiado, otras se han quedado suspendidas en el tiempo. Pueblo Bello no tiene aún servicio de agua potable ni alcantarillado, la carretera está sin pavimentar y cuando pasan los carros y los camiones dejan el aire inundado de arena, que se va posando hasta dejar el paisaje con un melancólico aire a desierto. Los grupos paramilitares siguen controlando la zona, lo demostraron con el resonado paro armado de “Los urabeños”, con la capacidad de hacer detener seis departamentos simultáneamente, una semana atrás. En medio de ese panorama este acto de conmemoración se convierte en un homenaje a todas aquellas víctimas de un modelo que impera en Colombia, el del terror y la injusticia. Es también un ejemplo para romper el miedo y la impunidad, para construir ese otro mundo que se niega a olvidar y quiere evitar que algo así se vuelva a repetir.